¡“Ni un minuto de silencio, toda una vida de combate”!
Extractos históricos de la vida de la Unión Patriótica de Colombia en un nuevo libro “Unión Patriótica, expedientes contra el olvido”, por Roberto Romero
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POR DICK EMANUELSSON
TEGUCIGALPA / 2011-10-11 / Son 435 páginas llenas de testimonios sobre la gloriosa Unión Patriótica (UP). Entrevistas y relatos sobre la vida de un movimiento político alternativo, completa y rotundamente antagónico al sistema oligárquico que decidió silenciarlo físicamente a tal grado que se habla por primera vez, en Latinoamérica, de un “genocidio político”.
Dicen por ahí que el periodista no tiene que tomar parte, que tiene que ser neutral pero yo digo que esas son expresiones hipócritas porque no hay reporteros o periodistas neutrales. Sólo se permite la libertad de no serlo a quienes ejerzan esta profesión siendo funcionales a este sistema, pero somos muchos los trabajadores que no aceptamos amos ni cadenas.
Entre mujeres y hombres, los miles de colombianos que se afiliaron a este movimiento de izquierda y dieron sus vidas en la patriótica tarea, me regresan imágenes dolorosas de esa Colombia inolvidable, la combativa y heroica que sigue poniendo el pecho contra la dictadura más antigua y sangrienta de las Américas.
EL LIBRO ESCRITO POR mi viejo amigo y camarada, Roberto Romero, ex jefe de la redacción del semanario VOZ, será presentado el 18 de octubre, refleja esos momentos más duros y complicados en la historia de un movimiento popular que llegó a ser una alternativa de poder en Colombia, dominado y controlado por la oligarquía militarista y las Fuerzas Militares.
Bernardo Jaramillo. Foto: Dick E. |
Tengo muchos recuerdos de esos años, entre tantos hay uno que nunca voy a olvidar, que habla cuando Aída Abella, que había asumido la presidencia de la UP después que fuera asesinado el 22 de marzo de 1990 el joven y carismático comunista Bernardo Jaramillo, me dijo por teléfono que ya no podían enviar más comunicados por fax al exterior porque Telecom había cerrado la línea por falta de pagos.
“Nos matan camaradas todos los días y es por eso que nos hemos excedido en la cuenta de Telecom, tantos muertos y comunicados y ahora nos silencian hasta por el teléfono”, decía la compañera con indignación y dolor. La Asociación Jaime Pardo Leal en Suecia y un aviso en el diario donde trabajaba yo, resolvieron el pago de la factura de Telecom, la movilización en pos de la solidaridad internacional era y es también la parte hermosa de ese movimiento político.
1988: EN LA SEDE DE LA UP las “sábanas de papel” de la impresora mostraban una lista que parecía interminable, recorrerla era encontrar unos 500-600 nombres y apellidos. Eran las victimas de la UP, el saldo de sangre de los dos primeros años, cifra que se multiplicaría varias veces más, con el correr de los días.
“No voto por la UP por que no quiero que mi amigo sea otra víctima de la guerra sucia por ser de esa estructura”, decía mucha gente que prefería votar a los partidos tradicionales en vez de hacerlo por (sus propias convicciones) su amigo, compañero de trabajo o el vecino. Preferían que perdiera la elección antes que asumir un cargo en las corporaciones públicas y así firmar su propia sentencia de muerte. Tal el miedo que lograron instalar en esa etapa gloriosa de movilización del campo popular colombiano.
Asesinados cinco miembros de la JUCO en la sede en Medellín. |
Caso similar el padecido por Joaquín Pérez Becerra, de profesión ingeniero industrial del Valle del Cauca, concejal en el municipio de Corinto, que fue amenazado todo el tiempo por los militares de la 3ª División del Ejército por su trabajo político y cuya esposa fue secuestrada en su lugar. Ese fue otro caso extremo por lo cual la UP y el PCC se vieron obligados a enviarlo hacia “afuera” en 1994. Ayer fue procesado en Bogotá por el mismo estado terrorista que lo empujó de su patria, por presidir una agencia de noticias alternativa y ser “embajador de las FARC en Europa”, estigmatización que le tiraron encima pretendiendo justificar la persecución.
Resulta imprescindible tener bien claro que guerra sucia no implica solamente matar al opositor, sino que para dotarla de fortaleza también utilizan los poderes de estado y la debilidad de otros estados apelando a la guerra psicológica, eslabón de la cadena de oprobios, impunidad y genocidio.
ESTA MAÑANA LE DIJE A MIRIAN, mi esposa y camarógrafa, que Honduras se está pareciendo cada día más a Colombia. Y el Frente Nacional de Resistencia Popular (FNRP) se parece cada día más a la Unión Patriótica. Durante la última semana han sido asesinados tres campesinos organizados en el Bajo Aguan. Y esta mañana supimos que fue ejecutado el campesino, Santos Seferino Zelaya, de 35 años de edad, perteneciente al asentamiento rural “La Aurora”, una de las bases del Movimiento Unificado Campesino del Aguan, MUCA. Dejó dos hijos de 8 y 10 años, asesinaron sus sueños y hasta el futuro de esas criaturas.
Otras 15 mujeres campesinas han sido secuestradas por los guardias armados del hombre más poderoso de Honduras, Miguel Facussé, terrateniente más fuerte de este país.
Más viudas y niños huérfanos en el Bajo Aguán, Honduras. Foto: Mirian Emanuelsson |
Como en Colombia, en Honduras, entre el reino de impunidad y espanto, hay hombres y mujeres valientes que no vacilan ante la muerte, que también dicen, como han gritado los miles de militantes de la Unión Patriótica en los cementerios de Colombia cuando han enterrado a sus camaradas;
¡“NI UN MINUTO DE SILENCIO, TODA UNA VIDA DE COMBATE”!
Quienes hemos vivido ese horror y mantenemos firme la memoria, con angustia frente a los recuerdos y el por-venir que estamos percibiendo en Honduras, nos sumamos a esa consigna y reafirmamos que no existe la neutralidad en el periodismo y eso es lo bueno. Somos independientes de poder alguno, porque somos indómitos y no existe dinero para comprar nuestras conciencias, pero por sobre todo somos trabajadores que rendimos culto a la memoria y la agitamos cuando se trata de detener crímenes que se cometen contra los pueblos.
Abajo un extracto del libro de Roberto Romero:Entrevista con Aída Abella, presidenta de la UP
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Aída Abella;
Los altos mandos hacían listas de los condenados a muerte de la UP y se jactaban de ello
A
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ída Abella ha sido una de las más aguerridas dirigentes sindicales del país. Desde muy joven, en el Ministerio de Educación, se destacó en la defensa de los intereses de los trabajadores. Salió electa como concejal de Bogotá en 1992 con una de las votaciones más altas de la izquierda en la capital. Fue elegida en 1990 a la Asamblea Nacional Constituyente y en 1991, un congreso de la UP, en plena guerra sucia, la escogió como presidenta de la organización. Se marchó al exilio pocos días después de sufrir un grave atentado el 7 de mayo de 1996 cuando sicarios intentaron lanzar un rocket contra el carro en que se movilizaba. Desde Europa continúa su actividad política, fundamentalmente en defensa de los Derechos Humanos.
En junio de 2011 se le vio en varios mítines en Francia contra la presencia del ex presidente Uribe en la Escuela de Ingenieros de Metz, que lograron su renuncia a una cátedra que regentaba allí. Estas son las primeras declaraciones en muchos años de la reconocida dirigente de la UP, quien también envió un video de saludo al acto de perdón del Estado por el crimen del senador Manuel Cepeda, que tuvo lugar en el Salón Elíptico, con el Congreso de la República en pleno, el 9 de agosto de 2011.
“No tenemos Estado de Sitio permanente, pero las amenazas y asesinatos continúan”
Hablemos de sus inicios en la vida política. ¿Cuál era el panorama político cuando nace el movimiento y cómo llega a la presidencia de la Unión Patriótica?
–Siempre que me preguntan sobre algo relacionado con la Unión Patriótica, no puedo dejar de rendirle homenaje a todos nuestros compañeros que cayeron en el gran patíbulo que se llama Colombia. Son las presencias ausentes que llenan nuestros recuerdos y nuestra vida.
Cuando nació la UP en 1985, mi actividad política principal estaba dirigida al movimiento sindical. Ocupaba la Presidencia de la Federación Nacional de Trabajadores del Estado FENALTRASE y la presidencia del Sindicato de Trabajadores del Ministerio de Educación Nacional SINTRENAL, al cual me había vinculado desde 1971. También hacía parte del Comité Ejecutivo de la Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia CSTC.
En esa incansable lucha por la paz, con reformas sociales, que hicieran de Colombia una verdadera democracia, donde se supere ese concepto mezquino de asimilar democracia con el depósito de votos un día cualquiera, y como resultado de los acuerdos firmados en la Uribe entre la insurgencia y el gobierno, se crea en 1985 la Unión Patriótica. Muchos sectores populares se vincularon de forma entusiasta para apoyar este novedoso proyecto de paz. Se veía como la esperanza, como algo diferente, con personas que no habían estado en la política tradicional, con luchadores por cambiar esa política asfixiante que se respiraba por todas partes y que se traducía en una alta abstención.
El manejo bipartidista que se la daba a la política desde los tiempos de la supuesta “independencia” y que se acentuó en el periodo del Frente Nacional, había borrado del mapa político colombiano cualquier partido o movimiento político diferente al liberal y conservador, que en el fondo eran lo mismo. La única diferencia era el color de su bandera, roja o azul. La inconformidad no se podía manifestar pues el Estado de Sitio permanente o estado de excepción, la alta militarización, o las formas despóticas como se ejercía el poder, impedían demostrar la inconformidad.
Las manifestaciones eran reprimidas, las huelgas prohibidas y declaradas ilegales, mientras campeaban los despidos injustificados, las detenciones arbitrarias, los seguimientos a la dirigencia sindical y a los políticos y militantes de oposición.
Las amenazas, que eran frecuentes, las intercepciones telefónicas, los allanamientos de casas y oficinas también hacían parte de las prácticas del poder. Con el Estatuto de Seguridad, en el gobierno de Turbay Ayala, entre 1978 y 1982, se recrudeció la ola de allanamientos. Los gendarmes llegaban a las casas muy temprano, entre las 4 y 5 de la mañana, bloqueaban las vías de acceso a las viviendas con camiones del Ejército sin placas, vestidos de civil, con ruanas y debajo de ellas, las metralletas. Requisaban todo, hasta las ollas. Se llevaban lo que querían, libros, cartas personales, las cuitas de los enamorados, retratos de familia, pasaportes, dinero y hasta las joyas. A las personas en Bogotá las conducían a las caballerizas militares de Usaquén de la carrera 7 con calle 107. Los cuarteles se convirtieron en centros ilegales y clandestinos de reclusión donde no eran extrañas las torturas. Muchos murieron víctimas de estos procedimientos prohibidos por la ley.
Me acuerdo de Darío Arango, de Puerto Berrío, Antioquia. El 7 octubre de 1979, este dirigente popular, vicepresidente del Concejo donde había llegado por las listas de la Unión Nacional de Oposición, líder del sindicato del río Magdalena, un hombre muy alto y corpulento, militante comunista, lo mataron de esa manera.
En 2011 las cosas no han cambiado. No tenemos Estado de Sitio permanente, pues la Constitución de 1991 lo abolió. Ahora se amenaza y luego se asesina sin fórmula de juicio. En muchos de estos crímenes están vinculados por omisión, colaboración o ejecución directa, miembros de las Fuerzas Armadas, que están instituídas para proteger a los ciudadanos, convirtiéndose todas estas prácticas en evidentes crímenes de Estado.
Desde siempre la política y los cargos de dirección de la administración pública se emplearon para el enriquecimiento personal. Se llenaron sus bolsillos y los de sus familiares, y por eso defienden esta pantomima de “democracia”, donde el Estado está al servicio, no solo de las clases dominantes, sino también de los nuevos ricos y sus sirvientes. La corrupción se desborda en todos los sectores de la empresa privada y la administración pública.
Había una fatiga en la población que esperaba ver gente nueva en la política, con opiniones diferentes. Los que ayudamos de cerca en la primera campaña electoral de la Unión Patriótica, bajo la conducción de Jaime Pardo Leal, en 1986, sentimos esa gran oleada fresca del pueblo en los sindicatos, barrios, sitios de trabajo, en las calles y plazas.
El día de las elecciones muchas personas, especialmente jóvenes, pedían las papeletas de las listas que encabezaban los comandantes guerrilleros que hacían política con las banderas de la UP tras los acuerdos de cese al fuego, tregua y paz, firmados entre el gobierno de Betancur y las FARC. Generalmente sus nombres eran diferentes en la vida real y costaba trabajo convencer a los electores que se trataba de los mismos compañeros, sólo que para los comicios tenían que figurar como aparecían en sus cédulas.
El 9 de diciembre de 1990 tienen lugar las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente ANC. Ese día salimos elegidos con Alfredo Vásquez Carrizosa, presidente del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, en la lista Por la Vida y los Derechos Humanos, la número 8. Una vez culminó sus labores la ANC el 4 de julio de 1991, promulgando una nueva Carta, se eligió la Asamblea Nacional Legislativa, popularmente llamada el Congresito, del cual hice parte. El 14 y 15 de diciembre de 1991 se realizó el congreso extraordinario de la UP. Allí me escogieron como presidenta del movimiento.
“En plenas deliberaciones de la Constituyente, llamada a ser un nuevo pacto de paz, a diario asesinaban militantes de la UP”
Usted salió electa para la Asamblea Nacional Constituyente en 1990, cinco años después del nacimiento de la UP, sin embargo mientras se desarrollaban las deliberaciones en esa institución, que debería llevar al país a un tratado de paz, continuaba la matanza.
–Las actas de la Asamblea Nacional Constituyente ANC y las de la Asamblea Nacional Legislativa, el Congresito, que funcionó unos meses después de firmada la Constitución en julio de 1991, están regadas con la sangre de nuestros compañeros. Los cientos de asesinatos fueron denunciados, generalmente al comienzo de las sesiones. Durante este periodo se continúa con el genocidio. Un día después de instalada la ANC, el 5 de febrero de 1991, encuentran la muerte a manos de unidades del Batallón Granada, los humildes trabajadores Esteban Coronado y su hijo Carlos López, en Barrancabermeja. Detenidos y vendados, fueron conducidos a un carro del Ejército. Posteriormente sus cuerpos aparecieron abaleados y la versión de los diarios locales era la de siempre: se trataba de guerrilleros muertos en combate. Y la última denuncia, el asesinato de Juan Carlos Álvarez, en Segovia, Antioquia, el 19 de noviembre de 1991, minero y dirigente de la UP en esa región, capturado al salir de su turno de trabajo a las 5 de la mañana y horas más tarde encontrado su cadáver con signos de tortura e impactos de bala en la cabeza. Hay que anotar que varios generales asistían diariamente a las deliberaciones de la ANC, lo que para mí era un hecho completamente irregular que denunciaba permanentemente en las sesiones, porque se percibía como una coacción, pero siguieron campantes. Se situaban en el ala derecha de la presidencia de la corporación. Conocían de primera mano las denuncias públicas que hacíamos, pero no se les daba nada. En plenas deliberaciones de la Constituyente, llamada a ser un nuevo pacto de paz entre los colombianos, asesinaban a nuestros militantes de la UP día a día.
En esos cinco años transcurridos desde la fundación de la UP a la instalación de la ANC, el movimiento había sido víctima de matanzas selectivas, masacres de la peor barbarie como la de Segovia, en Antioquia, el 11 noviembre de 1988, que dejó 43 muertos y decenas de heridos, la de Piñalito, en el Meta, en junio de 1988, desapariciones y amenazas en todas las regiones del país. En 1986 comienza la aplicación del operativo militar conocido como El Baile Rojo, dirigido contra los congresistas de la UP recién elegidos. El 30 de agosto de 1986 asesinan a Leonardo Posada, electo Representante a la Cámara por el pueblo de Barrancabermeja y dos días después, el 1 de septiembre, cae víctima de los sicarios el Senador Pedro Nel Jiménez en la puerta del colegio de su hija en Villavicencio, quien presenció la muerte de su padre. Eran los primeros congresistas de la UP sacrificados. Esto concitó la protesta nacional y me acuerdo que comenzó a corearse una consigna creada espontáneamente por el pueblo y que prendió en todo el país: Sí señor, cómo no, el gobierno lo mató, y que sintetizaba lo que cada uno de nosotros sentía ante el exterminio. El mensaje era claro: los elegidos deberán morir por el solo hecho de pertenecer a la UP. En esos momentos cundía la preocupación en el común de las gentes que se fue diluyendo ante los crímenes que no daban tregua. La sociedad, y eso es lo que querían los enemigos de las libertades democráticas, comenzaba peligrosamente a acostumbrarse a la muerte como en las peores épocas de La Violencia.
El terrorismo de Estado explica el genocidio contra la UP
¿Cómo explicar semejante situación de violencia sistemática contra una nueva alternativa política que naciera de unos acuerdos de paz?
–El terrorismo de Estado que se le aplicó a la Unión Patriótica, apenas ésta nació, fruto de un acuerdo de paz entre el gobierno de Betancur y las FARC en 1984, se denunció desde el primer momento. Basta con mirar los comunicados de la UP. Por ejemplo, uno de enero de 1986 anotaba: “El debate electoral para renovar las corporaciones públicas y elegir Presidente de la República, se realiza en medio de grandes restricciones que limitan los derechos y garantías de las fuerzas democráticas y particularmente de la Unión Patriótica. Al amparo del Estado de Sitio, el militarismo hostiga y monta provocaciones en las regiones de influencia de nuestra organización, creando un clima de tensiones dirigido a imponer la suspensión de los comicios allí donde la UP y otros movimientos no tradicionales pueden obtener resultados favorables.”
Entonces, la práctica sistemática del terrorismo de Estado explica el genocidio contra la UP. La oligarquía dominante puso en práctica estrictamente las concepciones de la Doctrina de la Seguridad Nacional y del “enemigo interno”, diseñadas en la Escuela de las Américas y en el Comando Sur de EE.UU. Las mismas que aplicaron todas las dictaduras del Cono Sur. En Colombia no era necesaria una dictadura. Han adaptado la “democracia” de tal manera que cometen crímenes peores que en los regímenes despóticos, a nombre de ella. No tengo ninguna información que dé cuenta que en la época de Pinochet se hubiera utilizado la motosierra para el descuartizamiento de personas, hornos crematorios o el lanzamiento de personas vivas o muertas a ríos infestados de caimanes, para citar algunos casos tenebrosos de lo que ha pasado y sigue sucediendo en Colombia. En todo este análisis de lo que pasó con la Unión Patriótica no se puede dejar de lado el estudio de documentos como los de Santa Fe 1, 2 y 3, que fueron manuales perfectos para consolidar el proyecto contrainsurgente en Colombia y que llenó de sangre, terror y lágrimas todos los rincones del país.
Desde un principio todos sabíamos que el terrorismo de Estado estaba operando, que detrás de las masacres, desapariciones, asesinatos, amenazas y desplazamientos forzados, estaban, como aún lo están, las fuerzas militares, los terratenientes, la burguesía, los políticos liberales y conservadores, pero en las dimensiones que se han conocido por las revelaciones de los jefes paramilitares, jamás.
Sin embargo, el país no logró impedir este baño de sangre con su movilización y protesta
–Creíamos que había reservas democráticas capaces de detener este baño de sangre. Creíamos que las gigantescas movilizaciones que se daban frente a los asesinatos, tendrían alguna repercusión. Nos equivocamos. Eso sucede en las democracias de verdad, donde las manifestaciones de los ciudadanos tienen efectos casi inmediatos en la conducción de las políticas de los gobernantes. Estamos frente a la burguesía más asesina de América Latina, capaz de desaparecer físicamente al adversario político para conservar sus privilegios. Convirtieron a Colombia en un patíbulo, donde se ejecuta la pena de muerte en cualquier parte, en una oficina de una Asamblea Departamental, en la casa, en un bus interurbano, en un restaurante, en la iglesia, en el camino veredal, en la carretera, en la sede sindical o política, a la entrada de un colegio, en la escuela donde se dicta clase, en la universidad, en la finquita, en la calle, a plena luz del día o en la sombras de la noche. No hay sitio vedado. Se nos olvidó que la violencia que ha sacudido a Latinoamérica tiene sus raíces profundas desde la conquista, donde la política y la religión se impusieron a sangre y fuego, cuando las chozas de los indios fueron saqueadas con una cruz en la mano. Comprobamos que la cúpula de la Iglesia Católi- ca colombiana, una de las más retrógradas del continente, siempre ha estado al lado del poder. Al igual que en Argentina, guardó un sepulcral silencio ante el genocidio de la izquierda. Ningún pronunciamiento. Sus iglesias no abrieron las puertas a los perseguidos como en Chile, en la época de Pinochet; por el contrario, se negaron a celebrar entierros como lo pedían algunas familias. Todos recordamos el comportamiento de Monseñor Pimiento, en Manizales, cuando la familia de Bernardo Jaramillo rogó una misa en su entierro. Se negaron. Podemos hablar de una cierta complacencia que contradice los principios cristianos.
La izquierda deja sola a la Unión Patriótica
¿Y qué pasó con el resto de la izquierda frente al genocidio de la UP?
– Dolorosamente tuvimos que presenciar la entrega del M-19 y su asimilación al establecimiento. Para sobrevivir doblaron las rodillas, se entregaron al poder como si aquí no hubiera pasado nada y frente al peor genocidio político en la historia del continente.
Ever Bustamente, otrora destacado jefe de ese movimiento, me lo dijo en una reunión del Consejo Nacional Electoral en 1991: “No queremos transitar el camino de la Unión Patriótica, por eso no somos oposición”.
Y Navarro Wolff lo confirmó en un encuentro que tuve con él, como lo hicimos con todos los partidos que contaban con miembros elegidos a la Asamblea Nacional Constituyente. Estábamos haciéndole campaña al cambio del capítulo de la fuerza pública para la nueva Constitución, sobretodo en la definición de los delitos militares. Su respuesta fue contundente: “Todavía nos ven con el morral en la espalda; el capítulo de la fuerza pública no se toca”. Tenían acuerdos con el Ejército; en las votaciones se vio perfectamente. Sin embargo, les mataron gente. Sus militantes me buscaban para que yo hiciera las denuncias, pues los encumbrados no abrían su boca al respecto. No solo habían perdido las charreteras sino también la dignidad.
Como lo afirmó el columnista Camilo González Posso, en El Tiempo, el 18 de septiembre de 2007, “el uso ilegal y arbitrario de las armas ha sido parte de la historia de Colombia desde siempre, y desde el siglo XIX ha servido para el ejercicio del poder. La mitad del siglo XX transcurrió en medio de un régimen de Estado de Sitio y la defensa del orden se hizo ‘combinando todas las formas de lucha’, a veces con chulavitas, otras con pájaros o mercenarios de varios uniformes. La guerra fría educó en tortura y desaparición y en alianzas con toda suerte de mafias, narcos, paras y la llamada ley de fuga. Y ese entrenamiento en la combinación de formas de lucha para la defensa de poderes regionales, locales y nacionales, tuvo su expresión mayor, en el cruce de siglos, con la expansión del paramilitarismo, que sigue vivo aunque en crisis irreversible”.
Lo anterior, añadiría, financiado con los impuestos de los colombianos o a través del boleteo, como se lo impusieron a los grandes y pequeños propietarios, a los grandes y pequeños comerciantes. Hasta las tiendas de los pueblos, en muchas regiones, fueron obligadas a cotizar mensualmente a los escuadrones de la muerte, so pena del destierro o el asesinato. El genocidio se hubiera podido evitar si hubiésemos tenido verdaderos demócratas en la conducción del Estado. Tuvimos Presidentes, algunos asustadizos, otros con sentimientos de culpa, dando pésames telefónicamente ante los asesinatos o los atentados, y otros, como parte integrante del fascismo ordinario, con cara de demócratas. Por eso continúa el genocidio. Esta semana, cuando se me hace esta entrevista, el 7 de junio del 2011, fue asesinada Ana Fabricia Córdoba, en Medellín, sobreviviente de la UP que lideraba una organización que luchaba por la tierra de los desplazados. Había denunciado a sus enemigos, a quienes la iban a matar. No recibió ninguna protección y si la hubiese recibido de parte del Estado, tampoco le hubiera salvado su vida: los escoltas del DAS son la pantalla para matar más rápido. Se volvió importante el día de su muerte. Antes había perdido a su marido y a dos hijos, también asesinados; los que quedan, están amenazados. Es el exterminio de toda una familia.
Pero el Estado siempre aducía que estaba tomando las medidas necesarias para proteger a los dirigentes de la UP
–Varios de los sobrevivientes nos salvamos porque no llevábamos en las escoltas agentes del DAS o de la Policía. Nos acompañaban hombres y mujeres de la UP que arriesgaban la vida con nosotros. Cuando decidí salir del país, el 9 de mayo de 1996, una de las poderosas razones para dejar la patria fue la escolta impuesta por la Policía. Después del atentado que sufrí cuando me dirigía a la sede de la UP, sentí que moriría por culpa de ellos.
Estas supuestas protecciones por parte del Estado se convirtieron en las escoltasseguimientos. Tenían los datos exactos de los desplazamientos, de las rutinas de trabajo, de las casas de los familiares, de los colegios de los hijos, del sitio de mercado, del garaje donde se arreglaba el carro, de la peluquería, del amigo, que eran transmitidos a los jefes de la “inteligencia militar”.
Se hicieron listas en el Ministerio de Defensa de los condenados a muerte y se enviaban a todas las brigadas militares. Los mandos castrenses se jactaban de ello y hasta las mostraban en los actos sociales, donde se codeaban con la alta sociedad. El general Iván Ramirez Quintero, comandante de la Primera División, en la Costa Atlántica, la cargaba en su bolsillo. Entre los asesinados figuraba Luis Meza Almanza, profesor de la Universidad del Atlántico. Eso explica por qué militantes amenazados que se desplazaban a sitios distantes, fueron ultimados a los pocos días.
¿Cómo era el comportamiento de los medios, de la prensa, frente al genocidio contra la UP?
–Los genocidios no son espontáneos, no aparecen porque sí. Se planifican estrictamente y siempre está detrás la mano del Estado. Preparaban a la población para que se resignara ante los crímenes y para ello utilizaban los medios de comunicación, los columnistas, que juegan un papel especial. No hay sino que leer algunos de los artículos de Carlos Lemmos Simmonds, de Panesso Robledo, de Arturo Abella, de Enrique Santos, entre otros, señalando, descalificando y hasta justificando los asesinatos. Editoriales de Nueva Frontera, El Tiempo, publicaciones de las Fuerzas Armadas, El Colombiano y otros periódicos y revistas nacionales como locales, dan testimonio de ello. Ni qué decir de la radio, especialmente RCN y CARACOL, al servicio del establecimiento.
Algunos periodistas tuvieron que dejar forzadamente sus puestos porque no se plegaron a cambiar las informaciones que tenían sobre los autores de las matanzas. Otros no publicaban las noticias porque les parecerían demasiado peligrosas en esa autocensura del miedo. Eso ocurrió, por ejemplo, cuando la situación de violencia se profundizó en Urabá. En la diagonal San Jorge, de Apartadó, varios dirigentes sindicales y miembros de la UP, fueron bajados de un bus, decapitados a machete y sus cabezas puestas en estacas en la carretera por donde pasaba el resto de autos que transportaban a los obreros de las fincas bananeras. El más bárbaro escarmiento, acompañado de la advertencia de que correrían igual suerte quienes permanecieran en los sindicatos o en las filas de la UP. También se le escondía a la opinión hechos como el asesinato de sindicalistas en alguna finca bananera y cuyas cabezas eran enviadas al casino mientras los trabajadores almorzaban. O cuando en San Pedro de Urabá fueron asesinados varios militantes de la UP en la plaza del pueblo y jugaron fútbol con sus cráneos. Solamente se pudo sacar a la luz pública algo similar, un domingo sin noticias cuando algún periodista llamó para saber si teníamos novedades.
Le manifesté que sí, pero que lo haría en directo sobre esas macabras prácticas del paramilitarismo. Al otro día nos atiborraron de amenazas, pero sirvió para detener, en parte, esas rutinas de la muerte.
La impunidad y el sobresalto del general Bedoya
La cadena de crímenes también encontraba aliento en la impunidad pues rara vez había detenidos y menos condenados…
–Para el genocidio de la UP se estableció todo un esquema de impunidad. La justicia penal militar era uno de ellos, aún con los cambios presentados. Todavía existen tribunales castrenses montados para garantizar que los crímenes oficiales no tengan castigo. Pero si se llegan a adelantar los procesos, los fiscales que se atreven a tocar las estructuras militares, sus servicios secretos o sus mecanismos encubiertos, es decir, los paramilitares, son sometidos al escarnio público como enemigos de la sociedad, asesinados o desterrados.
Viene a mi mente, no recuerdo la fecha exacta pero si los personajes, un caso que nos ocurrió en 1995. Fuimos a manifestarle al ministro del Interior, Horacio Serpa, que a muchos militantes y dirigentes de la UP los seguían asesinando las Fuerzas Armadas.
Nos propuso, entonces, tener un encuentro con los comandantes. Nosotros aceptamos sin vacilar un instante. Ese día nos encontramos, en una sala bellísima del Palacio Liévano, en el segundo piso del edificio donde despachaba Serpa, con el general, Harold Bedoya, comandante del Ejército, el almirante Holdan Delgado, de la Armada, el general Montenegro, de la Policía Nacional, y otro militar que al parecer era integrante de la Procuraduría ante las fuerzas militares. El único que faltó fue el de la Fuerza Aérea. El ministro presidía la reunión. A su derecha brillaban los uniformes y a su izquierda, estábamos los dirigentes del Partido Comunista y de la Unión Patriótica, Álvaro Vásquez, el senador Hernán Motta y yo. Allí se les reafirmó que teníamos muchos testimonios de compañeros y amigos que llevaban a pensar de la complicidad de las fuerzas militares en los crímenes contra la UP. Nos referimos a las amenazas contra nuestros militantes y del Partido Comunista, provenientes de elementos del Ejército, Policía y cuerpos de seguridad y que el refugio de los asesinos eran varios cuarteles en diferentes lugares del país. Denunciamos que después del registro, en operativos castrenses a viviendas y lugares de trabajo de nuestros partidarios, llegaban los sicarios a consumar los asesinatos. También narramos cómo las brigadas militares eran visitadas por reconocidos jefes paramilitares, que citamos con nombres propios, en las regiones martirizadas por la violencia.
El primero en responder fue el general Harold Bedoya. Sobresaltado, con sus grandes ojos claros desorbitados, comenzó a gritar –hasta los periodistas que se ubica ban en el primer piso del edificio escucharon su elevado tono – que venía a una reunión y no a que se le irrespetara, y que por consiguiente se retiraba. Salió enfurecido tirando la puerta del despacho. Serpa tomó la palabra para decir que había convocado la reunión buscando limar asperezas, pero veía que no era posible y la reunión se acabó. La jerarquía militar no resistía el más mínimo debate. Era consciente que sus operativos, diseñados desde la cúpula, se conocían.
Nos van a matar a todos, me dijo Miller cuando le revelé la Operación Golpe de Gracia
Sabemos que usted fue la primera persona que conoció los detalles de la llamada Operación Golpe de Gracia, dirigida contra la UP, ¿cómo fue esa historia?
–En efecto, nosotros poseíamos, por diferentes fuentes, una información veraz muy grande e irrefutable. Personalmente recibí, a mediados de 1993, el anónimo que llegó a la UP sobre la Operación Golpe de Gracia. En términos generales, en una hoja escrita a máquina, alguien nos hacía conocer que la cúpula militar de la época se había reunido (estaban los nombres y apellidos), para discutir dos opciones: si se abrían procesos judiciales amañados para llevar a la dirigencia de la UP a la cárcel o si seguían con el plan de exterminio contra la dirección nacional y los comandos departamentales. Primó la segunda.
De inmediato preparamos una carta a las organizaciones de Derechos Humanos del mundo como Amnistía Internacional, Human Rights Watch, FIDH, entre otras, transcribiendo la grave amenaza que pesaba sobre todos nosotros. Salí a la sede del Partido Comunista y allí encontré a Miller Chacón, el secretario nacional de organización del PCC, que había reemplazado a Teófilo Forero, asesinado junto con su esposa y dos dirigentes más el 27 de febrero de 1989 en Bogotá. Le entregué el anónimo que leyó con cuidado. Era un hombre muy tranquilo, pero observé que su preocupación lo perturbó. “Nos van a matar a todos”, expresó sin rodeos. Ese fin de semana se reunió la dirección del Partido para tomar las medidas de protección. Miller, un estudioso de la política, funcionario de toda la vida, el organizador, que deseaba poner a todo el mundo a salvo, fue el primero en caer víctima de este plan, el 25 de noviembre de 1993, en una calle al sur de Bogotá. Luego vendría el asesinato de Manuel Cepeda, casi nueve meses después, el 9 de agosto de 1994.
Habíamos visitado varias veces al flamante ministro de Defensa del presidente César Gaviria, Rafael Pardo Rueda, para denunciar estos planes. En su despacho estuvimos con Álvaro Vásquez, Manuel Cepeda y Hernán Motta, entre otros. Jamás se inmutaba ante las gravísimas denuncias y parecía que los muros del despacho eran más susceptibles frente a lo que decíamos. Su frase preferida, al menos en nuestras reuniones, era, “no les creo, pruebas, pruebas”. Siempre me impresionó que ni siquiera nos mirara. Sus ojos permanecían clavados en la mesa y con un bolígrafo en la mano. Esa frialdad y deshumanización ante hechos tan serios, me llevaron a reconfirmar que todo estaba calculado.
¿Pero toda esta ola de atentados obedecía realmente a una política de Estado?
–El establecimiento estaba advertido, desde los primeros asesinatos, que las fuerzas militares se encontraban seriamente implicadas. Desde hace muchos años pienso que los graves hechos violatorios de los Derechos Humanos, como las desapariciones forzadas, los asesinatos calificados en términos disimuladores como “ejecuciones sumarias” y últimamente los mal llamados “falsos positivos”, son crímenes cometidos por las Fuerzas Ar madas. Nadie supervisa las enseñanzas que se le imparten a los militares y los métodos que utilizan. A los jóvenes reclutas se les dan tratos inhumanos y degradantes, incluso muchas veces se les tortura o se les maltrata por medio de palizas, levantarse súbitamente a altas horas de la noche; se les obliga a bañarse con agua helada en la madrugada; se les hace limpiar el suelo del cuartel con su cuerpo y ropa mojada; se les parten maderos en su cuerpo o se les quema; se les obliga a volverse informante de su propia familia; se les enseña y conmina a robar, asesinar, empezando por los mendigos, las prostitutas, y el que se oponga a estas conductas dentro de la tropa, es llevado a la muerte. Testimonios dolorosísimos de mujeres que recibieron a sus hijos en cajas funerarias y si intentaban abrirlas, recibían las peores amenazas. Siempre quedaron con la incertidumbre de no poder darle una última mirada al hijo amado. Algunas veces les decían que eran suicidios.
De esto no se escapa ni el Batallón Guardia Presidencial. Recibí a varias mujeres que me contaron horrores cuando tenía un asiento en el Concejo de Bogotá por la UP. Les obligaban a los jóvenes bachilleres a extorsionar los bares cercanos al Batallón Guardia Presidencial. Jóvenes que querían desertar, desaparecer, se negaban a ser atracadores oficiales y repartirse entre ellos los dineros recogidos. Jóvenes que retaban a sus padres a escoger entre tener un hijo atracador o desertor.
Las prácticas crueles prohibidas por la Constitución de 1991 continúan en los cuarteles. Los suboficiales y oficiales se ensañan contra los reclutas porque con ellos hicieron lo mismo y deben seguir aplicándolo para formar a quienes van a integrar posteriormente las filas de sicarios, de delincuentes, de paramilitares. Es la licencia institucional para matar. Es la formación distorsionada que se hace con los dineros de todos los colombianos. Están listos cuando salgan de los cuarteles para instruir en técnicas salvajes, inhumanas. Están entrenados para desaparecer sin dejar rastros. Es lo más parecido a una fábrica de criminales en serie. Lo irónico es que se dictan a menudo clases por el respeto de los Derechos Humanos por parte de personas muy profesionales, cursos que de nada sirven en la práctica. Sólo les representa a ellos la disculpa de que han hecho talleres que muestran en los estrados internacionales y para conseguir recursos a nombre de los derechos que pisotean a cada instante. Estas son las consecuencias de la oficialidad graduada en la fatídica Escuela de las Américas y las otras que la han reemplazado en los EE.UU.
Estando en plena Asamblea Nacional Constituyente, en abril de 1991, el general Luis Eduardo Roca Maichel, comandante general de las Fuerzas Armadas sancionó la Directiva No. 200-05/91 mediante la cual se establecían y organizaban redes de inteligencia. En su numeral 1, se reconoce que en ello se siguen “recomendaciones que hizo la comisión de asesores de las Fuerzas Militares de los Estados Unidos”. Dichas redes y particularmente la Red 07 de Inteligencia de la Armada Nacional, se constituyeron prácticamente como una poderosa estructura paramilitar que perpetró numerosos crímenes de lesa humanidad, cuyos autores fueron además protegidos por las estructuras institucionales de impunidad, como señala el libro Deuda con la humanidad, paramilitarismo de Estado en Colombia 1988 – 2003, publicado por el Centro de Investigación y Educación Popular Cinep. El lenguaje de la guerra se ha impuesto y en ese lenguaje los civiles nos convertimos en objetivos militares como nos lo hacían saber en numerosas amenazas los paramilitares.